El futuro de la economía y el bien común

12 de diciembre de 2022
Mario Garcés / Carlos Cuesta

El futuro de la economía y el bien común

1.El presente como punto de partida y el futuro como reto

El ser humano padece actualmente una crisis de identidad, donde el suelo se ha abierto bajo sus pies y nadie da repuestas definitivas. En un contexto en el que la razón ha sido yugulada por la emoción y por el sentimentalismo del «esto no puede estar ocurriendo», se buscan referentes que proyecten algo de luz entre tanta tiniebla. Algunos ejemplos del pasado se abren camino en la bruma de la conciencia crítica para intentar explicar el presente continuo de una forma un tanto precipitada. Entre la «gripe española» de 1918 hasta la pandemia que ha asolado despiadadamente también nuestro país una centuria después, pasando por las guerras europeas o la misma Guerra Civil española, hay surcos de la memoria que invitan a explorar posibles coincidencias y posibles salidas.  

Del mismo modo, muchos comportamientos se han cronificado en las estructuras de mando político a partir del trauma colectivo que representaron en su momento. La Gran Depresión provocó una retracción del gasto privado («waste not, wantnot»), mientras que la Segunda Guerra Mundial dio paso a la búsqueda de un Estado maximalista prestador de toda suerte de servicios directamente dirigido a conseguir el Estado utópico del bienestar. La crisis del 68, un experimento idealizado y perturbador en cuanto condena a toda una generación anterior, la de la guerra, que, a pesar de luchar por las libertades en el mundo, es estigmatizada por sus descendientes porque no les han procurado el elixir de la felicidad perpetua.

Cada shock histórico derivado de una guerra o de una pandemia provoca un colapso económico de alcance diferente, dependiendo de la extensión territorial del problema y de las posibles asimetrías nacionales que son fuente de ventajas y desventajas en la fase de recuperación. Adicionalmente, hay un factor primordial que tiene un peso relativo significativo y es el tiempo. Tiempo de soluciones sanitarias plenas, tiempo de restauración de una cierta normalidad en el tráfico civil y mercantil, tiempo de cambios en la concepción de la política. Tiempo. En un momento de proliferación de quiromantes, se exige juicio crítico y velocidad de acción.

En general, y conforme a las tesis sobre el eventual crecimiento económico en tiempos de reconducción, que generan cambios persistentes en las sociedades durante varias generaciones, caben dos posibles tesis: la «War Renewal», donde el shock es representado como una oportunidad para la mejora del crecimiento, a partir de los posibles incrementos de eficiencia y de posicionamiento en el mercado, y la «War Ruin», según la cual la destrucción generada por la guerra es un percusor de reducción del crecimiento económico a largo plazo. En este sentido, y de acuerdo con las palabras de Robert J. Shiller, premio Nobel de Economía en 2013, «la epidemia aporta una mentalidad de tiempos de guerra, pero una mentalidad que une a todo el planeta en el mismo lado».

A vueltas con la quiromancia económica y con el rigor prospectivo, cualquier análisis debe contar con los plazos. Los niveles de producción de manera asimétrica pueden tardar en regresar a niveles de prepandemia en torno a tres años, alterando el mapa de producción actual, tanto internacional como nacional. Las cadenas de suministro van a cambiar y el mix import/export sufrirá grandes alteraciones. Determinados sectores pugnan ahora por redefinir nuevos objetivos en un marco de absoluta incertidumbre. La atracción del ciclo de la crisis sanitaria y bélica arrastra al ciclo de la recuperación económica, de modo que la planificación se soporta sobre un gran volcán de dudas. Además, rota la cadena previa de suministro, hay factores que no cabe ignorar y que estarán presentes, tales como el Brexit, el futuro de la Unión Europea, el proteccionismo arancelario norteamericano y otras guerras comerciales hemisféricas que van a plagar de incógnitas la «nueva normalidad» cuando se restituya.

En el caso de Estados Unidos, y tras años de hegemonía de respuesta, no ha asumido ningún protagonismo como lanzadera del mundo desarrollado. La extensión geográfica de la crisis exige respuestas coordinadas y eficaces desde todas las instituciones. España participa de un gran proyecto como es Europa y, habida cuenta del impacto general de la pandemia y de la guerra en Ucrania en toda la Unión, de suyo es que haya respuestas cooperativas y mutualizadas que permitan afrontar este nuevo escenario. Ahora bien, desde la responsabilidad como país, no podemos abdicar de nuestras obligaciones para desarrollar una política fiscal y financiera adecuada en el marco de nuestra economía nacional. Ceder todo el peso de la salida de la crisis a la Unión Europea sería un desatino financiero y de reputación, además de una manifestación plena de irresponsabilidad. Y todo parece indicar que esta es la eventual respuesta del Gobierno de España.

2.Los Pactos de la Moncloa entre la historia y la nostalgia

La reconstitución de nuestra economía, en un contexto donde los desequilibrios presupuestarios van a ser agudos por la caída de ingresos fiscales, el incremento contingente de cierto gasto social y la apelación al endeudamiento para cubrir perentoriamente nuestras necesidades de liquidez doméstica y empresarial, tiene que tomar como base la temporalidad y el respeto a la economía libre de mercado, así como los equilibrios de los grandes negocios jurídicos como son la compraventa, el arrendamiento o el mismo empleo. Y no auspiciar, como se escucha estólidamente, que se penalice la libertad empresarial en la rampa de salida de la crisis. La economía es libre o no es, como el ser humano es libre o no es. Y la libertad no puede estar en juego.

La economía española atravesaba en 1977 por una grave situación, caracterizada por tres desequilibrios fundamentales: una persistente y aguda tasa de inflación; un desarrollo insatisfactorio de la producción con una caída importante de las inversiones, lo que generó unas cifras de paro elevadas con repartos geográficos, por edades, por sexos y por ramas de actividad muy desiguales; y un fuerte desequilibrio en los intercambios con el extranjero. Frente a este escenario de colapso, desde el Partido Comunista (Santiago Carrillo), Comisiones Obreras, hasta el nacionalismo catalán y vasco optaron por una política presupuestaria de contención del gasto público, de equilibrios presupuestarios y de eliminación progresiva de la deuda pública. No eran un club de austericidas –allí estaban Enrique Tierno Galván, Felipe González, Santiago Carrillo, Jordi Roca, Manuel Fraga, Adolfo Suárez o Juan Ajuriaguerra, entre otros–, sino un club de responsables que anteponían el interés de país al interés de partido, antes de que la antipolíticamoderna redujera todo el debate económico a la dicotomía ajustes/ no ajustes y público/privado.

La política presupuestaria del Estado y de la Seguridad Social durante el periodo de vigencia del Programa Económico de los Pactos de la Moncloa contenía medidas coherentes con el momento y que, en cambio, alarmarían ahora a una parte importante de la nueva izquierda: limitación y ejemplaridad de los gastos consuntivos del Estado y de la Seguridad Social (durante 1978 tales gastos consuntivos no podrían crecer en más de un 21,4%, tasa de crecimiento previsto del producto interior bruto en términos monetarios); revisión de todos aquellos gastos estatales cuya existencia no se justificase de modo estricto en línea con el esfuerzo general que se solicitaba de la comunidad; el déficit total del Estado tenía que ser como máximo de 73.000 millones de pesetas en 1978, lo que permitiría evitar una caída excesiva de la demanda interna; moderación de los incrementos de los costes de trabajo mediante un menor crecimiento de las cuotas de la Seguridad Social, las cuales no podrían aumentar durante 1978 en más de un 18% respecto a 1977.

En definitiva, una política de ajuste y de saneamiento mediante medidas que pretendieron devolver al mercado su capacidad de asignar recursos eficientemente y otorgar al empresario un papel central en la organización y dirección de los procesos productivos. Se trataba de impulsar la flexibilidad y la liberalización de los mercados, de equilibrar la economía y de reformar la política fiscal y de rentas para contener la inflación y facilitar la competitividad y el crecimiento. Como resumen simple de aquel esfuerzo, el propósito según Fuentes Quintana era que España se alejase del núcleo económico y político europeo del cual aspiraba a formar parte. En la actualidad, la presión ideológica y orgánica de ciertos partidos aliados del Gobierno no protegen la credibilidad de nuestro paíssino que la dañan sensiblemente. Es la pérdida del sentido común, que en palabras lúcidas expresaba Felipe González en 1988: “Las cosas que es necesario hacer son tan socialistas como las que nos gustaría hacer”. Lejos queda el pragmatismo de esa época.

3.Nada es posible fuera de la certidumbre y de la estabilidad 

Por paradójico que pueda resultar en un entorno de evidencias empíricas y de verdades incontestables como es la economía, son lo sentimientos morales como señalaba Adam Smith o las percepciones subjetivas las que, con una extensión cada día mayor, vienen a predeterminar el comportamiento de los agentes económicos y, por añadidura, del propio sistema en su conjunto. La pura racionalidad cede frente a la psicología de los “animal spirits”, concepto acuñado por Keynes en 1936 y que autores como Akerlof y Shiller acabaron categorizando en cinco tipos: la confianza, la equidad, la corrupción y mala fe, la ilusión monetaria, y el papel de las “historias”.

Como toda percepción subjetiva, la desconfianza corre el riesgo de convertirse en una epidemia con índices de contagio relativos provocados habitualmente por la quiebra de determinados mecanismos de confianza asociados a la información, a la evolución de percepciones ligadas a indicadores evaluables e incluso mecanismos de confianza vinculados al correcto funcionamiento de la regulación de los diferentes sectores. En efecto, el comportamiento de la confianza podría guardar y guarda en muchos casos una relación directa con la evolución de los datos macroeconómicos o de la propia estabilidad o inestabilidad institucional, pero, siendo así, también es cierto la confianza no se sostiene en muchos casos por un juicio predicciones de meras variables o indicadores, sino que hay un factor endógeno, de raíz antropológica y cultural, que emana del espacio inaprensible de las expectativas y de las frustraciones, que puede ser medido en la medida que se verbaliza. En el primer caso, la economía conductual entronca con el conocimiento profundo que pueden tener los “policy-makers” y los analistas de los indicadores económicos “fundamentales” y está anudado a procesos de análisis complejos y avanzados. En cambio, para agentes económicos que tienen un acceso menos formalizado a la información veraz y predictiva elaborada por investigadores y otros especialistas, la confianza se gesta por inducciones y deducciones basadas en perspectivas íntimas y en juicios especulativos.

La confianza es definida por la Real Academia Española de la Lengua (RAE), en una primera acepción, como la “esperanza firme que se tiene de alguien o algo”, aunque también hay otra acepción que describe el término como “ánimo, aliento, vigor para obrar”. Los ingleses, a pesar de su economía semiológica en el lenguaje, son expertos en diferenciar acepciones con voces diferentes: por un lado, “trust” que viene a ser una valoración personal de un sujeto sobre algo o alguien, y, de otra parte, “confidence” que se asimilaría en castellano al sentido propio de la palabra “certeza” de que algo va a ocurrir o va a evolucionar de una manera concreta. Fue la falta de credibilidad o la desconfianza dos factores que se propagaron a una velocidad incontrolable en 2007 y que provocaron un efecto de precolapso que dio paso a una de las peores crisis vividas en Occidente en los últimos cincuenta años.

Fue el triunfo lamentable de la “emotion” sobre el “mood”, o lo que es lo mismo, la derrota de la visión a largo plazo en manos de la pulsión psicológica del corto plazo, que generó un sentimiento muy fuerte que desactivó los eslabones de confianza perdurables en cualquier economía moderna. En la práctica, además, esta comprobado que la desconfianza es un factor emocional que anida muy rápidamente mientras que la restauración de la certidumbre exige un periodo largo de incubación no exento de recaídas.

Los estados de shock provocados por cualquier circunstancia anormal alteran el ecosistema de relaciones socioeconómicas, sin que pueda predecirse el impacto previsible que determinados indicadores puedan tener a medio plazo. La excepcionalidad es una condición que no permite proyectar de modo general precedente comparable, puesto que los estados singulares, cualquiera que sea el hecho causante, difieren enormemente en su alcance y en su magnitud territorial. En el caso de la pandemia y de la guerra en Ucrania, no es posible buscar contraste comparativo con otros fenómenos parecidos porque la extensión de la calamidad impide cualquier análisis riguroso de esa índole.

4.La natalidad, estúpidos, la natalidad 

Con todo, hay aspectos que, inexorablemente, se van a ver afectados de manera inmediata por la crisis sanitaria y bélica, y que pueden tener unos efectos a largo plazo extremadamente graves. La fecundidad y la natalidad se van a ver perjudicadas en una dimensión impredecible, máxime cuando la curva, sin picos, de la demografía de los nacimientos en España se desmoronaba sin remisión y sin respuesta política eficaz. A partir de este momento, la incertidumbre económica venidera y hasta, y ojalá no ocurra, la inquietud sanitaria que puede provocar la sexualidad y la fecundación, van a causar un declive abrupto sin precedentes. 2021, por evolución, iba a ser el año en que se consolidaría la tasa de natalidad más baja de la historia, pero las cifras pueden alcanzar una devastación poblacional formidable, que tendrá efectos directos e inmediatos en el consumo, en la educación, en determinadas industrias (ocio infantil, juguetes, productos de consumo alimenticio infantil y otros) y también en la sanidad.

Entre 2002 y 2019 perdimos el 36% de los nacidos en España en el intervalo de edad de 20 a 34 años. En las provincias de Vizcaya y Asturias, el 50%. En Valladolid, Guipúzcoa, Álava y La Coruña, la caída fue del 45% o más, y todo ello en condiciones de vida predecibles y con relativa certidumbre económica y social, en un entorno institucional sin sobresaltos. 

La medición del impacto de esta crisis sobre la natalidad se podrá ver registrada objetivamente en los próximos años. Y también la esperanza de vida próxima. Aunque pueda sorprender, por desmemoria, en 1900 la esperanza de vida era tan solo de 34 años, llegando a alcanzar en 1930 la edad de 50 años. No se puede ejercer desde esta tribuna el arte de la predestinación pero queda claro que el golpe y la caída serán duros. Nuevos tiempos para replantearse el reto demográfico en España. No había excusas hasta ahora que valiesen y no las puede haber ahora. 

5.De la natalidad al envejecimiento. España no es país para viejos

España es un país que, por comodidad y por pereza decadente, prefiere dar importancia a lo intrascendente frente a lo trascendente. El tacticismo cortoplacista de los partidos políticos y el hedonismo complaciente de una sociedad ahora anestesiada por el virus, impiden atisbar los graves problemas sistémicos que nos aquejan. Hay que reconocer que España no es un islote aislado en la banalización de lo importante, pero no es excusa para no cuestionar nuestra deriva a la trivialización social y política. Pongamos que hablamos del envejecimiento, del futuro poblacional y del sostenimiento del Estado del Bienestar tal como lo hemos entendido hasta ahora. Mientras, dejemos que la paupérrima exposición de algunos políticos a la mera permanencia en el poder no impida que se hagan estas reflexiones imperiosas.

España, como el resto de países occidentales, protagonizó una transición demográfica en la que las tasas de natalidad y mortalidad evolucionaron hacia índices más bajos. Con una variante crítica y es que mientas el crecimiento de la población hasta los años noventa era estrictamente vegetativo y endogeno, a partir de ese momento será el saldo migratorio el que ampare el crecimiento poblacional en nuestro país. Así es como el envejecimiento no ha dejado de crecer en la población nativa si bien en términos absolutos se produce una tregua a finales del siglo XX e inicio del siglo XXI a partir de la entrada de una población inmigrante más joven que la población residente hasta ese momento.

Si echamos las vista atrás, una centuria mediante, regresamos al mayor pico de mortalidad que asoló España y que coincide con la otra gran epidemia internacional como fue la mal llamada Gripe Española. Estadísticamente, el umbral de fallecimientos en 1918 fue prácticamente el doble del que se vivió durante la Guerra Civil y los dos años siguientes a la contienda nacional. Paulatinamente se produjo una recuperación de la tasa de natalidad hasta llegar a alcanzar la cuota de los “baby boomers” entre 1960 y 1978 (20 nacimientos por cada 1.000 habitantes). En apenas dos décadas, la tasa de fecundidad se situó en 2,04 en 1981 desplomándose hasta alcanzar el mínimo conocido de 1,13 años en 1998. Así hasta que en el periodo 2002-2009 se produce un fuerte incremento de la población en España fruto de la llegada de población migrante con edad media menor a la residente, y con una ratio mayor de nacimientos de las mujeres inmigrantes sobre las que no lo son. 

En 2015 se produce un punto hasta ahora de no retorno: por primera vez en España la natalidad se sitúa por debajo del número de fallecimientos, manteniéndose desde entonces un saldo vegetativo negativo que debería haber hecho saltar todas las alarmas políticas. Ni por esas. En el siglo XX se pasó de una tasa de fecundidad de 4,7 niños por mujer hasta el mínimo alcanzado en el año 1998 con 1,13 niños por mujer. Gracias a la aportación del fenómeno migratorio se elevó la tasa hasta 1,44 niños en 2008 para volver a descender el indicador en 2019 y situarse en 1,23. Con Malta somos los últimos en este indicador en 2018, donde la media de los países UE se sitúa en 1,55, siendo Francia el país con mayor tasa de natalidad próxima a 2 (1,88). 

Con todo, ninguno de los países alcanza la tasa de reemplazo actual que se sitúa en 2,1 niños por mujer. Además, España e Italia son los únicos países europeos donde la edad media para tener hijos se posiciona por encima de la edad de 31 años. Por el otro lado, España era el país con mayor esperanza de vida cuando nació la UE-27, con 83,2 años, a lo que contribuye especialmente que las mujeres españolas sean las más longevas con una expectativa al nacer de 86,1 años. En el espacio territorial de la OCDE, solo nos superan Japón y Suiza. Allí es nada.

6.La solidaridad bien entendida

La solidaridad, al igual que la libertad, son principios tan esenciales y naturales que cuesta entender que se aborden prioritariamente en la Constitución española como reverso de un modelo de financiación territorial. Sin embargo, así es, imponiendo la solidaridad como un principio de acción obligatoria entre regiones. El reciente debate abierto sobre la igualación tributaria no es sino el revés de la trama del concepto de solidaridad.

La solidaridad como la equidad o son valores individuales o no lo son. O son ideas morales y, por tanto, basadas en la autonomía personal, o no lo son. Y difícil es justificar que se sobreponga a esa dimensión liberal un relato territorial como si el bienestar común se dividiera en territorios o la justicia como valor social fuese valor de cambio del modelo territorial. 

Cuarenta y dos años después, quizá sea tiempo ya de hacer una reflexión profunda, y dejar aparte el concepto de “muchedumbre solitaria” de Riesmanpara dar paso al de “muchedumbre solidaria”. Porque, y no albergo dudas, parte del deterioro por agotamiento del modelo tiene su raíz en la inconsistencia y en la levedad del principio de solidaridad. De hecho, la negación de lo común, del “solidum”, de la obligación compartida de crear sociedad favoreciendo a todos y cada uno de sus miembros, para ceder ante la pacata construcción del oprobio y de la discriminación como función de legitimación y de respuesta territorial, nos lleva y nos llevará, si no lo remediamos, a debilitar más ese vínculo, tal como está ocurriendo con las íntimas tensiones políticas sobre el modelo de financiación territorial.

Hay otra solidaridad responsable, que es la solidaridad intergeneracional, apenas advertida en el mundo de los seguros sociales de los setenta. Porque el envejecimiento progresivo de la población española y la pírrica natalidad han ahondado la brecha del coste de los servicios y de la insostenibilidad del modelo prestacional. A esta forma de solidaridad demográfica e intertemporal se recurre con gráficos y proyecciones pero nadie recuerda que es la solidaridad de la necesidad y que en cualquier momento puede estallar. La demografía ha superado a la ética, y el invierno demográfico a la primavera del progreso. Y todo ello ha engendrado una situación en la que la sociedad española asiste anestesiada a esta evolución, sin caer en la cuenta de que los más desfavorecidos somos, de un modo u otro, todos nosotros, a nada que proyectemos nuestra realidad a un futuro inmediato. La Constitución de 1978 no refleja el gran reto de la involución demográfica y, paradojas del destino, se ha convertido aunque no lo parezca, en el formidable desafío que hay que abordar.

La solidaridad, como la fraternidad, son valores materiales y relacionales que conducen a la libertad moral y a la autonomía moral, creando una sociedad habitable y, según expresión de la modernidad, sostenible. Los objetivos comunes de una sociedad justa y solidaria no pueden ser acrónicos puesto que ha quedado demostrado que la solidaridad es un valor intersubjetivo que actúa no solo en el momento presente sino también se traslada entre diferentes generaciones. Las amenazas son intertemporales de modo que los principios universales de justicia e igualdad no pueden administrarse como un presente efímero sino que deben ser analizados y respondidos a escala temporal. En esta ética discursiva de la solidaridad intergeneracional, han irrumpido derechos humanos de cuarta generación y es donde se inscribiría la segunda solidaridad, como es la protección al medio ambiente y el derecho al desarrollo y a la paz, singularmente relevante en este punto cuando se refiere a los derechos de la infancia y de la adolescencia. 

En suma, hay que repensar, pues, la solidaridad como una forma de compromiso con el todo, es decir, con España, y con todos y cada uno de los españoles. Formar un nuevo concepto de “nosotros”como un todo compacto, en el que hagamos frente a la desigualdad, pero como concepto individual antes que territorial. La medida de la libertad individual de cada español ha de estar supeditada a la medida misma del bienestar colectivo, sin asimetrías de zona, que, a las evidencias pueden remitirse, acaban envileciendo el beneficio común. La única asimetría posible es la que pone el foco en el más desfavorecido y en el más vulnerable, para poder así reivindicar el compromiso de los ciudadanos libres de manera unilateral para responder por todos y de todos.

7.El absurdo dilema entre lo público y lo privado

Reducir el debate izquierda/derecha a una obstinada pulsión entre lo público y lo privado es de una simpleza intelectual insultante. En estos tristes tiempos en los que se confunde el concepto de interés público con el concepto de interés general, y en el que existe un estigma de lo privado frente a una apología de lo público, probablemente haya que exigir cierta cordura lógica.

Desde hace más de dos siglos, el equilibrio entre lo público y lo privado ha formado parte de la esencia del pacto social. Y así debería seguir siendo porque, por fortuna, y a pesar de que los niños no sean de sus padres según la nueva normalidad educativa, son y seguirán siendo sujetos privados titulares de derechos y hasta de muchas obligaciones cuando alcancen la edad adulta. Esto es, libre y felizmente privados. Además, quien reivindica el monopolio de lo público desde su jardín privado en época de reconstrucción nacional, lo único que hace pública es su propia irracionalidad.

Ahora que demonizan los modelos de colaboración público-privada, los servicios nunca pasaron a mano privada. Lamento indicar que no hubo privatización, pero hay que reconocer que triunfó la retórica fraudulenta y caló en el imaginario colectivo, tanto así que han vuelto a orearla en estos momentos oscuros de tensión.

Los servicios públicos nunca perdieron su condición de actividades inherentes a la Administración y no fueron objeto de transferencia de propiedad al sector privado. La gestión indirecta de los servicios públicos, ya sea en régimen de concesión o ya sea bajo la intervención de una sociedad de economía mixta, no alteraron ni alteran la titularidad del servicio, que siguió y sigue sometido a supervisión operativa y de legalidad del sector público.

Cierto es que los empleados de una concesionaria están sujetos a un contrato laboral privado frente a los empleados públicos. Pero, ¿eso los hace peores, más ineficientes? Siéntense a una mesa un matrimonio entre un funcionario y un trabajador privado, y ninguno de ellos renunciará a pensar que puede ser más eficiente que el otro, si no tiene restricciones al pleno desarrollo de su capacidad y de su esfuerzo.

A este respecto, y frente a determinadas reconvenciones de fuste ideológico de marcado carácter apodíctico, vienen al caso las palabras de G. Marcou, a propósito de la experiencia francesa de financiación privada de infraestructura y servicios:

«Los distintos contratos sobre cuya base el sector privado se encarga de la financiación de las inversiones y/o la explotación de obras públicas y servicios públicos, no constituyen, hablando con propiedad, una forma de privatización, sino que se trata más bien de un conjunto de instituciones jurídicas, que tienen como objetivo movilizar las inversiones privadas y el «savoir faire» industrial y técnico de, sector privado, con el fin de proveer los equipamientos públicos necesarios para la sociedad y la economía».

Pero es que ha sido la propia Comisión Europea la que ha puesto en valor la capacidad del sector privado para movilizar inversiones y recursos para la financiación de los servicios públicos, otorgando preponderancia a las alianzas público-privadas para cubrir prestaciones de larga duración con recursos extrapresupuestarios.

Otra falacia generalizada consiste en afirmar que existe una ganancia de eficiencia en la prestación de los servicios públicos cuando son llevados a cabo directamente por la Administración Pública.

Desde este ángulo, el debate se ha situado en un conjunto de afirmaciones apriorísticas y no testadas sobre la bondad de los sistemas de gestión directa frente a los sistemas de gestión indirecta, sin que, en ninguno de los ejercicios dialécticos que se han realizado, exista un contraste suficientemente empírico que, bajo una experiencia y su contrafactual, permita concluir que tal aseveración, como regla general, sea cierta.

Cuando hablan de cambio de paradigma, el primer paradigma debería ser volver a hacer uso del juicio recto y del equilibrio que aporta la razón, frente al lema del discurso vano. Frente a la pancarta, el pan y la carta.

Como ciudadanos, como contribuyentes, como administrados, como clientes, aspiramos a que el servicio se preste con los mejores parámetros de regularidad, neutralidad, eficiencia y calidad, siendo indiferente en una primera aproximación que la gestión se haga por la Administración directamente, o bajo métodos concesionales o de gestión indirecta, con una adecuada, eso sí, supervisión del sector público que garantice la calidad. Confesamos que en este extremo, como en tantos otros, la razón perece ante el profuso ruido convertido en insubstancialidad. Habrá que seguir reivindicando, pues, la razón en tiempos de cólera y, por encima de todo, evitando que el pensamiento individual se requise.

1.El presente como punto de partida y el futuro como reto

El ser humano padece actualmente una crisis de identidad, donde el suelo se ha abierto bajo sus pies y nadie da repuestas definitivas. En un contexto en el que la razón ha sido yugulada por la emoción y por el sentimentalismo del «esto no puede estar ocurriendo», se buscan referentes que proyecten algo de luz entre tanta tiniebla. Algunos ejemplos del pasado se abren camino en la bruma de la conciencia crítica para intentar explicar el presente continuo de una forma un tanto precipitada. Entre la «gripe española» de 1918 hasta la pandemia que ha asolado despiadadamente también nuestro país una centuria después, pasando por las guerras europeas o la misma Guerra Civil española, hay surcos de la memoria que invitan a explorar posibles coincidencias y posibles salidas…

Mario Garcés
Carlos Cuesta

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