Está lejos de toda duda el reconocimiento colectivo de que la transformación digital “a las bravas” impuesto por la pandemia, se alzó como el indiscutible vector de cambio y propulsión de esta nueva sociedad digital alumbrada en el año 2020. La necesidad azuzó el ingenio y aceleró la innovación, preparando el escenario para la presentación en sociedad de tecnologías que se esperaban más tardías, como ha sido la súbita irrupción pública de la inteligencia artificial o los entornos digitales inmersivos. Se trata de nuevos y trascendentes pasos en una carrera tecnológica con trayectoria exponencial, no exenta de controversia y debate moral.
A la incertidumbre socioeconómica de una sociedad que se polariza al unísono que las superpotencias sobre el planeta, se ha unido una guerra europea que ha agudizado la tensión económica provocando inflación, así como retardos en las cadenas de suministros. Por si fuera poco, la arrolladora innovación tecnológica parece empequeñecer y desplazar, por primera vez en la historia de la humanidad, el protagonismo intelectual del ser humano, y se conjura en su impacto sobre el empleo y en la posible desaparición de muchos puestos de trabajo. Lo tecnológico se ha instalado en un mundo interconectado y, futuriblemente, artificialmente inteligente.
En este contexto, el acertado programa de conferencias sobre el Futuro de la Economía y el Bien Común, de la Fundación Cultural Ángel Herrera Oria, me solicitó impartir la conferencia “Humanismo, incertidumbre socieconómica y vértigo tecnológico”, contando con la presentación del insigne Adolfo Castilla.
Ese vértigo tecnológico que percibimos provoca una lógica inquietud entre la ciudadanía, ansiedad por la incertidumbre sobre la pervivencia de modos de vida y de procesos socioeconómicos, así como un irresoluble debate moral sobre el papel de las máquinas en el devenir futuro de la humanidad. La innovación tecnológica que en el pasado liberaba de tareas mecánicas, duras y tediosas y que puso su foco en los sectores extractivo e industrial, ahora amenaza intensamente a las actividades profesionales cognitivas y creativas y a ese amplio sector servicios o terciario de la economía, precisamente el estrato sobre el que se ha asentado el desarrollo de las clases medias y de las profesiones con estudios universitarios.
El cercano sentimiento de poder sentirse superfluo en un puesto de trabajo acrecienta los temores y oscurece las perspectivas personales y profesionales de una sociedad algo desnortada por la desinformación, por las sucesivas crisis económicas y por las sacudidas bélico-políticas que han acontecido desde aquel 11 de septiembre que cambió el mundo.
En este contexto, Europa, cuyo protagonismo geoeconómico y geotecnológico lleva años en declive frente a la arrolladora tradición innovadora norteamericana y a la determinación de China de alzarse con la primacía tecnológica mundial ha optado por proteger a su ciudadanos, en una suerte de paternalismo hiperregulatorio, anestesiado también por años de laxa política económica y riego de fondos europeos para sostener una economía del bienestar muy hipotecada; y con miedo a superar cualquier línea roja social como las prestaciones por pensiones, el modelo educativo, la estrategia común de defensa, o los compromisos de género y sostenibilidad, frente a otras superpotencias y una larga lista de países (algunos nuevas potencias emergentes y antaño países no alineados en aquella guerra fría entre el capitalismo y el comunismo) que no tienen tantas restricciones sociales.
Son muchas las cosas que están cambiando, como la desglobalización y deslocalización tras la desconfianza de lo vivido en la pandemia, con el auge actual del nearshoring y del nacionalismo económico-estratégico, que tiene su reflejo en los propios individuos y en su búsqueda, por ejemplo, de una mayor independencia energética en sus domicilios, cuando no en los criptoactivos, dada la creciente falta de confianza en la palabra de los decisores políticos.
Humanismo y vértigo tecnológico se incardinan en un poliedro que recoge también la cuestión demográfica, los empleos del futuro y los empleos sin futuro, así como la decadencia de la cultura del esfuerzo o de la verdad. Una verdad que la tecnología pone en duda ante la manipulación en las redes sociales; pues cada vez es más difícil distinguir entre verdad y falsedad. Y es que la inteligencia artificial tiene innumerables ventajas en todos los órdenes, pero, también, puede utilizarse para manipular y aprovechar la vulnerabilidad de las personas. Es capaz de hacer cosas para las que no ha sido diseñada y reproduce habilidades cognitivas para las que no ha sido entrenada dado que funciona como una red neuronal y por ello nos parece “inteligente”.
La tecnología nos va a permitir curar enfermedades, mejorar el modelo educativo, gestionar de modo más eficiente el tráfico de las ciudades, ahorrar muchos recursos energéticos y naturales; pero en el camino transitaremos en un capitalismo asimétrico, con un maridaje de conveniencia entre transformación digital y poder de mercado que debería tener un desarrollo ordenado y presidido por valores para evitar sesgos e injusticias.
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